LOS POEMAS DE SAFFRON LANE



mauriceecheverría10/2008editorialzanate

A Julia, Francisco, Pauline, Camila, y Julia










Crepito,
padre.
Me darás
la malaria
de tu cráneo.










Las carreteras,
esas amantes,
se tuercen de placer,
han sido golpeadas
por millones de kms,
y sangran en los horizontes,
allá en los crepúsculos.

Agonizan
y en cambio nunca mueren,
vírgenes a perpetuidad.

Mi papá me fue a traer
al aeropuerto de Manchester,
y mientras avanzábamos
por las carreteras,
platicamos de cosas como:
1) infección en el lóbulo temporal;
2) Pauline.










Herpes simples encephalitis.
Temporal lobe.
El abismo de lo no dicho.
El terror de lo innominado.
Ese ahogado que asoma
en los océanos paraverbales.
Eso que sobra: el universo.
Larga cólera desperdiciada.
Capas y capas de ser:
blanquísimo silencio.










Escuchando a Pauline.

¿Han escuchado ustedes alguna vez
a alguien, pero lo que se dice
escuchar en verdad,
entrar en esa persona
como un gusano absurdo,
escucharla hasta que duela,
hasta que los dedos se ponen negros,
y un gran dolor,
una especie de gigante decepción
se apodera de ti, y entonces
ves a esa persona y entiendes,
está allí, entera, desesperada,
agonizando como un buey,
con todas sus muertes,
sus indignadas suturas,
envuelta en sábanas quebradizas,
que expiran en el aire?

¿Han escuchado ustedes
alguna vez a alguien?










He visto,
como en una visión mística,
todas las partes de mi padre:
sus paranoias,
sus aguardientes,
sus muros,
sus trapos,
sus voces,
sus cuarenta cerebros,
sus pañuelos,
sus psicópatas,
y su madre loca
diciéndole,
frente al ataúd:
“Por tu culpa,
ha muerto tu padre”.










Visitando a mi abuela
en el manicomio,

en donde duermen
los muchos ancianos,

mientras huelen mal,

y a veces se derrumban
sobre sus huesos agrietados.

Mi abuela está metida
en un guante de irrealidad,

y ya no sabe distinguir las épocas,

y la suya es una piel tan vieja
que se desliza gentilmente,

gentilmente, a pedazos.

Mi abuela está y no está,

se enfría como el color amarillo,

hay viejas penumbras en sus ojos,

interrogando la pantalla del televisor,

su cuerpo se desorganiza:

de todos los costados le salen
cristos tan viejos como ella,

cristos reaccionarios,

dañados para siempre.

Tiene sed, mi abuela,
pero ya no se atreve

a pedir nada.











Cuca es una perra

tan hermosa,
tan humana,

tan perra.

Queremos abrazarla,

cada vez que entra al cuarto.

Cuquita te quita el dolor de vivir,

y en su rostro,
y en sus ojos,

toda alegría renace.










Papá es quién ahora dice no
con la cabeza una y otra vez.

Papá/abismo

sostiene con las manos
el estado de cuenta

de la tarjeta

de crédito.

Papá asesina los pájaros
con su frustración,

con su manera
de odiar la vida.

Maldice.

Arrastra por la casa
la piel de su madre.

Fuma hash.

Se arranca
y se pone

máscaras.










Pauline en cambio
llora discretamente.

Son íntimas, pudorosas
sesiones de llanto

repitiéndose

por la mañana,
por la tarde,
por la noche.

Y su cuerpo es tan blanco,
es tan demasiado flaco,

que hasta da miedo

verla fumar,

pero Pauline fuma
sin cansancio.

A veces llora y fuma
al mismo tiempo.

Es digno de verse.










Diligente compacta humana Julia:
terminó con su novio
hace unas semanas,
lo descubrió engañándola.
Pero esto no logró deprimirla,
y uno se pregunta cómo cabe
tanto espíritu en tan pequeño cuerpo,
y Julia limpia, atiende, y escucha,
y aún sonríe,
y es, a su modo, perfecta.
Íntimamente,
espero que le vaya bien a Julia,
y que encuentre un hombre
consecuente con ella,
y que engendren cinco hijos,
y que observen mil crepúsculos
lejos de este día gris de Leicester,
y que los buitres de la locura
cesen de volar encima de su cabeza,
con sus testículos de hierro.
Ella merece menos enfermedad,
menos paranoias dulces
trepando en las paredes,
menos felinos pudriéndose
en la lavadora,
y cerrarle al fin los ojos
a la bestia con ojos de Rasputin.
El espectáculo, la danza, la vida.
Es hora de que Julia lo vea todo.
Incluso que experimente
otras desolaciones
y que sepa que hay orines verdes
asimismo.
Y fechas que marcan la transición
a lo eterno desconocido.










Camila
es joven y un poco roñosa,
y dulce a la vez,
y su piel es blanca
como la leche británica
que tanto le gusta tomar.

Camila, ¿qué mundos,
qué angustias, qué cactos
crecen en tus cerebros?
El sol no te calienta, Camila:
te calienta la pantalla
del televisor.

Lo dorado se establece
cuando nos cruzamos en la cocina,
un breve encuentro furtivo,
un ligero intervalo,
que es como un patio efímero
en dónde ambos, niños,
jugamos, hermaneamos.

Camila ya es rehén de algo,
aunque no sé de qué,
y alrededor de sus pájaros
una ira progresa,
pero ella sabrá acariciarla,
hasta dejarla dormida,
es mi esperanza.

En el fondo de la caja
hay polvo y hay bacteria.
Camila observa a su madre,
Camila sufre de insomnio,
huye íntimamente
hacia su palidez de dolor de cabeza.
Como acaso rodeada
de moscas asesinas,
que ya saben cómo sortear el invierno,
y que además le susurran
pequeñas furias mortales.

Quiero un golpe de Camila,
quiero de ella una subversión sin límites,
ciudadana que cultiva papas gigantes
en su silencio más grande todavía,
y no me deja jamás papelitos
por debajo de la puerta.










La vida. Ese naipe.

Lo supimos muy pronto,
por el olor.
Uno de los gatitos
de Phoebe la gata había muerto.
La vida
ese naipe
nos había regalado
un pequeño cadáver,
un pequeño cosmos
ya extinto
y Phoebe lo cuidaba acaso,
como al resto de gatitos,
pero éste ya no era calentable,
y cuando lo sacamos del clóset
(donde Phoebe lo mantenía escondido)
estaba todo tieso
con los ojos bien cerrados.
Nunca pudieron abrirse,
como si el gatito hubiera visto
el cuchillo misterioso
de los tiempos y las escatologías,
el cuchillo sórdido de los ciclos,
el helado cuchillo divino
que da órdenes a las cosas,
y eso le hubiera dado mucho miedo,
y por lo tanto apretaba los ojos,
y los seguía apretando
después de estar muerto.

El gatito era apenas
una nada de pelos,
una demasiado breve
forma de la madrugada.

Otro organismo vivo muerto.










No hemos sabido
traducir la materia.
Sólo servimos para producir basura.

Por estos días,
la basura se ha acumulado
de manera exorbitante
en la casa de Saffron Lane.

Es como si un elefante
se hubiese dividido
en mil cosas inútiles.

Y tengo miedo
que estas cosas despierten
y mientras dormimos
nos devoren de pronto.

Todas esas latas,
esas bolsas plásticas,
esos kleenex usados,
esas cajas de cartón,
y las botellas vacías,
y los deshechos orgánicos…

Acumulándose,
tristemente,
hasta enterrar la casa,
y enterrar todo Leicester,
masas crepitantes
de residuos inconformes
apoderándose de todo UK,
y luego el resto del planeta,
hasta formar la mansión mundial
de la basura,
con sus pasillos de asco,
y sus propios países,
y sus propios códigos
internacionales,
y sus propias furias
y sus propias formas
de generar basura.

Y talvez la basura
del mundo–basura
son los seres humanos.

Seres humanos con nombres
como Bekim, Artnell,
Francisco, Momodo, James,
Multar, Valerio,
Narottam, Mukhtar,
Miles, William,
Frank, Ibrahin, Jamshid,
Seby, Simon, Hanid,
Qurbar, Jentilal,
Abdulla, Denise.

Y todos son cleaners
en esta extraña fábrica inagotable.










La vida asesina
sopla su polvo
directo a tus ojos,
y tú, así, medio ciego,
debes navegar, encallar,
salvarte por un pelo,
pero luego enfermarte
junto a los otros capitanes
fracasados del mundo,
apasionadamente decir
una o dos cosas,
pretendidamente sabias,
y después morirte.










He salido a caminar,
ya saben,
a conocer el vecindario,
y he regresado deprimido
como nunca:
todas las casas son iguales.
Son tantas y tan perfectamente ordenadas.
De primero resultan así bonitas,
anecdóticas,
pero luego empieza uno
a preguntarse
si en este domingo grisáceo
están siquiera habitadas.
No hay nadie en las calles
salvo uno o dos cada cuanto,
pero lo más seguro
es que algo manará
por debajo de las puertas,
una sustancia
que seguirá avanzando por la calle
–carril izquierdo–
hasta las últimas latitudes
del último capitalismo británico.
Yo lo que sé
es que me ha nacido un gran terror
en la planta de los pies,
como un hongo,
y por mucho que intento explicárselo
a los ciudadanos
(uno o dos cada cuanto)
éstos se limitan
a estar vestidos de la misma forma
unos y otros.
Me lastima una imagen:
un grumo circulando en mis venas,
que no es otra cosa
que mi papá genéticamente
quintaesenciado,
mi papá, ese señor calvo y loco,
y sus grandes anteojos rotos,
fluyendo en mí como un veneno,
porque después de todo
la locura también es carne blanda
que se hereda.
No hay otoño para mí,
sólo callejones
en dónde los niños
ya no significan nada,
y visiones de arcanos partidos de rugby
llevados por el viento
hacia los abismos de la tele.
Basta con pegar la oreja
a una de las puertas para oír
el gran zumbido de la nada,
para revisar que mi papá
tiene la razón
de encerrarse en una minúscula casa
de un pueblo mediano
llamado Leicester,
lejos de Guatemala,
tiene razón en creer
que todo está perdido,
porque salir es ya lo menos factible,
a estas alturas.
Me quedaré aquí para siempre,
otro inmigrante entre inmigrantes
machacados por el esplendor
de los aparatos domésticos,
ahorcados de colores contando
pennies silenciosos en los cornershops,
y formando divertidas genealogías
lejos de casa.










Me siento como una mierda, Claudia,
por no saber nada de tu vientre,
por dedicarle más tiempo
a mi miedo de estar aquí
que a tu recuerdo,
por no haber celebrado contigo
tu cumpleaños.










Atribuyo
a esta calle
–Saffron Lane–
este profundo
sentimiento
de insignificancia,
este sentimiento
de no ser más
que menos,
mientras el gusano
avanza por el borde
de la tostadora
con cierta dificultad
y afuera dos niños
se entregan
a los más irritantes juegos
y nótese un cierto
insoportable acento inglés
en su modo de hablar.
El gusano finalmente
logra salir por la ventana
y se fusiona
con uno de los niños,
formando un nuevo reinado
genético,
más lento y más amarillo.










(Es enfermedad
de enfermedad,
enfermedad
hecha síntesis.)

(O resplandor negro
en la orilla
del cuchillo
que nada entre los mocos.)

(Por cada ventana
hay una herida
en alguna parte.)

(Los tres Jesucristos
no se dan abasto.)

(Tal es la abundancia
de los platos sucios;
la criatura de los platos
conformando
una geometría
de miles de esquinas,
y por allí vagan
tribus nómadas,
repitiendo el deseo
del gran Sur.)

(No hay cura,
no hay Dios por favor,
no hay orden.)










Sobre las sillas,
un polvo oscuro cayendo.










Pienso en mi papá
y pienso en Ramírez Amaya
y pienso en los grandes locos ejemplares
de mi país,
nacidos en la parte exactamente no melancólica
de octubre,
octubre siendo una piedra plana,
larga, de sacrificio,
en dónde los perros devoran
pequeños cerebros humanos blancos gelatinosos.










Genios:
viven en hormigueros blancos,
se inspeccionan el escroto,
van por las calles,
lamiendo paredes,
monumentalmente vacíos,
echan una lágrima,
descansan, a la sombra
del Gran Hueso,
se dedican por las noches
a coser a múltiples ancianas
con sus tetas caídas,
son a veces secuestrados,
y a veces puestos en prisión,
y a veces en un mismo cuarto de hotel
por la completa eternidad,
meten el dedo
en el culo de los animales,
por mera curiosidad,
secretan uno de los tres néctares santos,
militan, vomitan,
al borde de la histeria
dicen lo tierno,
lo compasivo,
llevan consigo o tenazas o martillos,
atrozmente se creen genios,
y atrozmente lo son,
dicen adiós con las manos quebradas,
dicen adiós al pueblo de pie,
tétricamente,
ridículamente,
genialmente,
deciden, al final del día, no morirse,
son pocos, son impenetrables.









Ellos –los locos, los genios–
–con cierto talento, con un sentido
de excelencia–
se han dedicado
a limpiarle las uñas
a los muertos,
durante múltiples años,
y los muertos a cambio
retribuyen el esfuerzo
con grandes cantidades de droga,
y facilitan a los genios
uno o dos secretos
sobre la soledad temperamental.

Es por esto
que estos
artistas–intelectuales–científicos
son tan fieles necroservidores:
están recibiendo de parte de los ausentes
valiosísimos insights
sobre el oficio
de estar aislados de todo,
un auténtico doctorado
en egocentrismo profundo.

Las muchedumbres aplauden.
Pero yo ya estoy hasta la coronilla
de artistas malditos,
especialmente guatemaltecos.










En Leicester
basta con ir al centro
de la ciudad
para ver personas
de todas las latitudes,
tamaños, colores,
lenguas, costumbres,
religiones. Por suerte,
todas adoran el mismo objeto,
colocado detrás del mismo vidrio,
en un idéntico centro comercial.










Hombre cansado
sobre silla en la cocina,
murmurando nombres
de mujeres que a veces amó
muy bien, de licores
que bebió hasta sangrar,
riendo, de hombres
que derribó con la sola mirada.
No es fácil, nada fácil
estar así, sobre silla semejante,
recordar tales cosas,
o que alguna vez tuvo labios,
deseos baratos, pero vivos.
Las humanas horas lo rodean,
acaso tocan su resina
de criatura de plástico,
pero el hombre ya no sabe distinguirlas
de las paredes, ni de las cosas.










Mi hermana Camila
se pasa horas viendo el televisor.
O a lo mejor es el televisor
quién se pasa hora viéndola a ella.
A lo mejor los televisores
nos están estudiando
a nosotros, los humanos,
y lanzan hipótesis, conjeturas,
teorías sobre nuestro comportamiento,
y los programas televisivos
no son más que muy elaborados
experimentos de laboratorio,
cuyas finalidades prácticas
aún están por verse.










Con mi hermana Julia
me llevo muy bien.

Fuimos a comer,
se puso a llorar,
fosforeció,
es muy chiquita.

Si no fuera mi hermana,
me casaría con ella,
y la haría muy feliz.










Yo soy uno de ésos:
tengo miedo a viajar.
Recuerdo haber estado
hace diez años más o menos
en una banca
en una estación de buses
en una ciudad como ésta
(o talvez era esta ciudad)
tocando una guitarra,
mientras mil borrachos
salían de los pubs
y me decían cosas,
amistosos,
pero yo tenía miedo.
Y sigo escribiendo poemas
para no tener miedo.
Sigo coleccionando tornillos
para no tener miedo.
Sigo pensando en los amaneceres
eternos de la locura
para no tener miedo.
Y todo eso me da más miedo.
Este lugar,
habitación designada,
en dónde hay placentas
en frascos de vidrio,
arrecifes de sangre
empujando a bebés
por el abismo,
una y otra vez,
como gotas saliendo del grifo
mal cerrado.
Me voy enterneciendo,
achiquitando,
me transformo
en pequeña piedra
que mi papá recoge de vez en cuando
supersticiosamente.
La física,
la fuerza,
la manzana.

Los dedos doblándose
agarrando cosas, gatos,
calientes a veces
y a veces fríos.
Todo es da miedo,
y da más miedo cuando viajas.
Todas esas células cerebrales,
siempre envidiando algo.
Había frío, esa noche.
Y los borrachos
me decían cosas,
amistosos.
Y ahora tengo miedo
a que mi papá viaje
él, de vuelta,
a Guatemala,
y viva allí,
y muera allí,
y me pida cosas
y me pida que lo entierre.
Yo no sé enterrar.
Yo de viajar no sé nada.










A veces
encuentro a mi papá
en la cocina
muy preocupado
por eso del dinero,
y por todo en general.
Y me dice:
“No soy más que el sirviente
de estos malditos piratas”,
refiriéndose, claro está,
a los ingleses. Indignadísimo.
Y le echa la culpa
a medio mundo por haber
terminado de cleaner
en Inglaterra,
el Psicólogo,
trabajando por las noches
y casi ni durmiendo de día,
y fuma y fuma
y el humo que fuma
va llenando la casa
hasta asfixiarnos a todos.
Oh, el humo.
Es un humo que es
como la memoria
de todas las noches
en que alguien ha odiado
a alguien más.
En ese humo
los ángeles torcidos bailan
ellos también.
Y entre ellos está Carlos,
mi medio hermano muerto de SIDA.
Cada vez que mi papá
habla de Carlos, su rostro se ensombrece.
¿Qué túnica entonces lo va inundando
por dentro?
Y fuma y fuma,
ay oleaje rodeando los antiguos mascarones.










Mi padre:
su madre, su hija;
el exacto tablero
de ajedrez
en dónde naufragó
a los cuatro años;
el alambre largo
amarrando esposas,
perros, jeringas;
el cerebro pensando
en el cerebro;
el forcejeo eterno, social,
de las superestructuras;
los inviernos ingratos
en Leicester;
Panajachel;
el enfisema, la tos,
el terror, los embarazos;
Francisco el franciscano;
el geométrico Francisco;
mi papá Francisco.










Claudia,
este hiato entre tú y yo,
esta distancia de océano,
esta nunca manera
de olvidarte,
esta paloma que se ahoga siempre,
este rocío con tu nombre,
esta agazapada huidiza sombra,
este cementerio
de llamadas telefónicas,
este vestido temblando de frío,
estos dientes de mármol roto,
esta geometría compulsiva–obsesiva,
esta eterna voracidad, esta sed,
esto que soy completamente
te extraña.










Jessica está aquí.
Después de 14 años,
ha vuelto a ver a su padre.
Después de 30 años,
estamos los tres juntos otra vez.
La acompaña su hija, Fernanda.

La fábula no termina.
La fábula es danza
girando ardientemente.
La fábula derriba
los antiguos ídolos.

Mi padre es el almirante
que ha visto
la tierra mil veces
soñada, por fin.

Melancolía, euforia:
no sabe qué hacer.
Las paredes croan,
los vasos aletean,
el jamás huye del 127,
huye al país de las espinas
de niebla.
Por un segundo inmortal,
nadie ha pateado a nadie
en ninguna parte del mundo.
Las tripas de los hombres
universales funcionan
en consonancia perfecta
con los astros y las hojas.
La gorda depresión de los sofás,
desnuda por las calles,
corre desalmada.
No ha quedado una navaja viva,
y mi papá no cree en Dios,
pero sí en algo muy parecido a Dios.










No hay espacio.
No hay aire.
Los cuerpos se chocan.
Se desangran
chocándose.
La estrategia
de la asfixia.
La lógica
de la promiscuidad.
Las tazas llenas de querosén.
Primo Levi está muerto
en la tina,
o debajo del sofá.
Y hay niños amordazados
con bruscos trapos de cocina
en el único cuarto de la casa.
El perro tiene
las patas amarradas.
Los pájaros se curvan
bajo los insectos.
La máquina de lavar ropa
sangra lentamente:
un aceite gordo, tan negro.
Y los muros son
como la piel de algo.
Las patas de la mesa
degeneran,
y lo amarillo es lo general,
el imperativo,
la esencia.










Hoy nos visitó
la social worker.

Una mujer negra y sensata.
Se puso a llorar
cuando escuchó
la historia:
Carlos/SIDA;
Emilia/Cáncer;
Pauline/Encefalitis;
Francisco/Depresión/Enfisema;
Julia/Demencia.
Y todo el maldito resto.










Dios,
te pido
una última paloma.
Que me nazca
de los intestinos
blanca y poderosa
como una perra
desafiante.
Te pido esta mitad mía
que naufraga.
Te pido
un último abrigo
de hormigas,
corriendo a llenar de vida
los ojos de la muerta.
Te pido cinco días
que me justifiquen
y me hagan hombre.
La herrumbre está
en todos lados.
Los jardines me detestan.










La tribu,
presidida por los ancianos,
se reunió,
alrededor del fuego,luego de un ayuno
o de una orgía,
se vieron a los ojos,
y dijeron:
“Es hora
de conseguir un pasaporte inglés”.










Vengan a mí los toros,
porque tengo miedo.
Vengan a mí
los soles apocalípticos,
los niños ojos de niebla,
vengan a mí los apellidos del terror,
y los trozos del torturado
que va hilando murales
con su saliva,
vengan a mí los dientes
enterrados en el jardín salvaje,
las algas cerebrales,
venga a mí la esposa delirando,
y la última razón para no ser,
que venga todo eso, que venga,
porque tengo miedo,
que venga mi padre
como un muerto que defeca,
con palabras de Freud en la boca.










Es de noche,
caminan todos
por la acera,
eufóricos después del partido
de rugby.
Me asomo a verlos,
son todos blancos
(éste es un vecindario
de blancos),
y celebran y deliran.
Al poco,
un señor sale él también,
con su perro,
un viejo ya anciano,
de una de las casas,
con su perro
que es negro completamente,
y camina entre los fanáticos,
lentamente.

Es un viejo inglés,
y la suya es una casa
pequeña y caliente,
y es propia o es del city council,
y seguramente recibe una pensión
y por las noches sale a pasear su perro,
los últimos pechos de mujer
los vio hace muchas tardes oscuras,
y a ratos le cuesta respirar.
En uno de sus brazos
lleva un tatuaje
que ya nadie toma en serio.
Y por demás se baña con esmero,
porque tiene miedo de oler
a algo que no es humano.

Los veo, a los dos,
a él y a su perro.
El perro olfatea,
por aquí, por allá:
es claro que el viejo
lo ha entrenado
para no cagar así nomás en la calle.
Y es claro que Leicester ganó otra vez.










Segunda visita
a mi abuela
al manicomiode ancianos.
Todos duermen o deliran.
Ésta será la despedida
definitiva,
acaso,
y hay algo de eso
cuando dice,
a mi hermana y a mí:
“Quiero vivir
con mis muertos,
Quiero vivir
con mis muertos,
Quiero vivir
con mis muertos
en Panajachel”.
Aquí nadie habla español.
Aquí nadie sabe dónde
está Panajachel.
El castellano aquí
es como un pájaro
sin tripas.
Mi padre ni siquiera
se sienta.
Ni siquiera se sienta
para estar con su madre.
Está desesperado;
ya se quiere ir;
la detesta.
Mi abuela quiere vivir
con sus muertos,
en realidad sus muertos
ya están aquí,
la rodean, los mira.
Salen del cadáver
de su mente,
lozanos y colorados.
Aquí huele a viejo.
Los viejos gritan.
Se pelean
por el andador, los viejos,
por un pedazo de comida.
Son ancianos y violentos.
Su piel es la corteza
más frágil,
el pergamino
en dónde ha quedado
escrita la nada.
Estas manchas de mi abuela,
mientras habla de dolores
que hace mucho tiempo
no son reales.
¿Qué pescados la atragantan
por las noches?
¿Qué horóscopo de ángeles
obscuramente repetitivos,
geométricos,
la han traído a este lugar?
La edad, el vació, el revacío.










Se fueron.
Fernanda y Jessica
se fueron y un vacío
como un banquete
ha quedado en la casa,
un vacío y una orgía
de silencio,
una niebla más densa,
allí en los cuartos,
metida ya en el polvo,
en el fondo
de cada uno de los olvidos
que constituyen
esta sublime y grotesca
forma de vivir
en Saffron Lane.
Se fue la alegría
como de un pecho
que ahora cruje,
que está crujiendo,
tanto silencio, sí,
y ningún juguete olvidado.










Cerebro,
caterva de ecuaciones,
hotel de hábitos y patrones
(y de patrones y empleados),
íntimo pájaro neurológico,
puño calloso y agrietado,
herencia maldita,
dios cristalizado,
espuma eléctrica,
cueva, escultura,
viscoso malestar,
reptil rebelde,
trofeo de la civilización,
deposición divina,
gota escatológica,
sobre la lengua de la raza.










Este río vacío
que llevo dentro,
copioso, penetrante,
se me sale por nariz,
ojos, orejas, prepucio, ano,
llevando hojas en blanco
sobre su caudal atormentado.

Su fuerza aumenta
con los meses muertos,
aniquila reses, puentes,
vastísimos edificios,
tanta miseria a su paso brutal.

Entonces por favor:
que alguien me ayude
a construir un barco,
que alguien me diga
cómo navegar por el río
vacío que es mi sangre sin fin.










El niño se está vaciando.
Por la nariz
se está vaciando.
Y por el culo.
El mundo se llena
de la sustancia del niño.
Toda esa caca.
Todos esos mocos.
Se irá nadando
a la eternidad.










Niño rompiéndose
una y otra vez
la espalda
contra lo cosido
de la sombra.










Lo vi caminando
en el cuarto con el gigante
cuchillo de cocina,
defendiéndose de enemigos
invisibles, pero inminentes,
y supe que estaba loco,
matemáticamente loco,
y que en su locura
me quitaría los párpados,
arrancaría las vísceras,
aún siendo mi padre,
y que era hora de largarse.










A tus labios yo miedo;
yo miedo a tus manos;
miedo yo tanto a tus voces
invisibles.










Pauline y Francisco
me acompañaron
a la estación de buses.
Yo estaba nervioso,
como siempre que viajo.
No puedo evitarlo.
Por supuesto,
la orina gris de Leicester
hizo mediocre la despedida.
Dos heroinómanos
estaban allí también.
Siempre hay un heroinómano
en una estación de buses,
en alguna parte del mundo.
Es así. Esperando
su próxima dosis,
como otros esperan
el próximo bus.
Los anteojos de Francisco,
el ticket en la bolsa
interior de la chaqueta,
el frío, como viniendo
de un búfalo olvidado.
Y el hambre
de los que a veces bostezan.
Hay cámaras en todas las calles
de Leicester, filmándonos.










Me siento seguro
en este cuarto de hotel.
Leer, escribir.
Una tina, talvez.
Pensaba ir al SOHO,
pero a la mierda el SOHO.
Sangre, traducir la sangre.
A veces pienso que la poesía
está por abandonarme,
pero la poesía es una perra
que no traiciona.










He traído conmigo
los ojos
de Camila,
de Pauline,
de Francisco,
de Julia,
de la perra Cuca,
de los ocho gatos,
los tres pájaros,
y hasta de la vecina enana.

Ojos, ojos grises.
Los llevo en mi handbag.
Espero no tener
problemas en el aeropuerto.










Desde la ventana,
veo los tejados,
los aviones,
que son de seda.










Soy de latón.
No hay nada que descifrar.
Soy de latón.
En los aeropuertos
provoco ruidos extraños,
al pasar por esas máquinas
que detectan metales.
No dialogo,
no hago daño,
no me muevo.
Los mosquitos
duermen en mis párpados.
En la no traslación
he fundado ciertos reinos.
Ciertas situaciones.
No quiero generar niños, es todo.
Los niños hacen caca
en los vientres del caballo.
A cierta altura,
dicen cosas horribles.
A cierta altura,
tienen más hambre de lo habitual.










He ido a la casa
de mi padre
en representación
de la esperanza,
del océano,
de la poesía.
Si lo he logrado,
si hay miel en mis uñas,
no lo sé.
Me consuela la manera
en que se puso a llorar
hoy por la mañana,
queriéndome
–olor a sangre–
con cada espina
de sus costillas.










Claudia,
extráñame algo,
muéstrame
tus manos chamuscadas
cuando llegue.
Haz que nada
se pierda en el este
del huracán.
Cualquier sábado
estaré llegando,
como un nervioso poeta.
Ponme una alfombra
sobre la sangre
de los pandilleros.
Haz de mí algo memorable.
Conviérteme en el vecino
más respetado
de nuestro pequeño país.
Haz que crezca
la yerba sobre los mares.










Los huracanes
llevando adioses
a los reyes.
Todos los rostros.
Todos los bíblicos rostros.
Todos los perros.
Todos los bíblicos perros.
Ah, el centauro
nos muestra
la mejilla cortada.
Dejaré una rosa
en el aeropuerto,
para que se funda
con los hierros.
En la carretera,
los norteamericanos
se pudren.
No obstante,
es su historia.
De igual manera
que la historia de mi papá
es la historia de mi papá.
Yo tengo la mía.
Otro día la contaré.










El genograma
nunca se completa.
El espejo
es como la hierba.
Siempre vuelve
a nacer.

Datos personales

Nacido en 1976, en la ciudad de Guatemala. Ha publicado los libros de poemas “Encierro y divagación en tres espacios y un anexo” (Editorial X, 2001), y en formato blog–digital los libros “Plegarias Mutantes” (Zanate, Guatemala, 2008), “Setenta y dos ángeles tullidos” (Zanate, Guatemala, 2008), “La glándula infinita” (Zanate, Guatemala, 2008), “Los poemas de Saffron Lane” (Zanate, Guatemala, 2008). En prosa ha publicado el libro de cuentos “Sala de espera” (Magna Terra, Guatemala, 2001), la nouvelle “Labios” (Magna Terra, Guatemala, 2003), la novela “Diccionario Esotérico” (Norma, Guatemala, 2006), y el libro de aforismos, también en formato blog, “Es sólo sangre” (Zanate, Guatemala, 2008). Su cuento “Sara sonríe de último” figura en la antología de cuentos “El Arca, bestiario y ficciones de treintaiún narradores hispanoamericanos” (Sangría, 2007). Fue seleccionado para figurar en la antología “El futuro no es nuestro, narradores de América Latina nacidos entre 1970 y 1980”, con su cuento D–S156. Ganador del concurso de novela Mario Monteforte Toledo 2005 con su obra “Diccionario Esotérico”. Columnista en El Periódico de Guatemala, en cuya capital actualmente reside.
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